Fantasmas, por Claudio Villagra

Ilustrado por Silvina Frete

Benja está jugando a ser un fantasma otra vez.

  Hoy la puerta de su pieza quedó entreabierta, así que lo veo de reojo desde el living mientras ordeno y barro. Tiene medio cuerpo hundido en su placard mientras busca su traje de fantasma: una sábana blanca sencilla y un poco desgastada, que solo tiene de especial el hecho de contar con dos agujeros en paralelo, con la distancia de una nariz separando a uno del otro.

 Benja juega casi como siguiendo un ritual: primero hace girar la sábana un par de veces en el aire hasta que ubica los dos agujeros que le permiten ver, entonces la toma desde esos puntos, y luego se pierde debajo de la tela. Pasa a girar sobre sí mismo rodando por el piso, mientras se envuelve con la sabana. Así él desaparece por un rato, y aparece mi fantasma favorito. 


  No es un fantasma del todo ordinario el que interpreta. Se mueve apoyando sus rodillas y codos en el suelo, y deja saber de su presencia a quien se cruza en su camino con un espectral “Guau”, que a veces suena a “Wof”.

 La mayor parte del día su mamá no está en la casa, y Benja queda a mi cuidado desde que lo paso a buscar por la escuela hasta la tarde-noche. 

 Él parece estar acostumbrado a que ella no esté, y se entretiene jugando sólo en su pieza, aunque últimamente se acerca al living o a la cocina con sus lápices, y se queda dibujando cerca mío, en silencio, mientras limpio.      

 Algunas tardes nos sentamos en el living: él con su cuaderno y yo con mis apuntes, ambos haciendo nuestras tareas. Cuando a él le surge alguna duda me consulta, y revisamos juntos sus consignas hasta que encontramos como resolverlas.


Aunque ya lo siento casi como a otro de mis sobrinos, lo cierto es que empecé a cuidarlo hace poco más de dos meses. Es educado, y hace caso a la primera, y a pesar de que es muy callado es dulce. Cada noche me regala un dibujo cuando me despide, suelen ser bocetos de animales, flores y plantas.

 Sus dibujos son bastante buenos para su edad, y me llama la atención la paciencia con que los pinta y colorea, siempre cuidando de no salirse por fuera de las líneas. Quizás sea normal, pero yo siempre fui pésimo para eso, así que me sorprende un poco su facilidad. 

 Tengo que acordarme y traer un imán o dos de casa, para que Benja elija algunos de sus dibujos para pegar en la heladera. Creo que se va a poner contento.

 El departamento donde viven Benja y su mamá está bien cuidado y limpio, pero se nota que es viejo. Las cañerías hacen mucho ruido, y se sacuden cuando se usan. Las tablas de madera del piso están desgastadas, rechinan si pisás con ganas, y están cubiertas de manchones de distintos tonos de marrón.

 Mientras paso un trapo húmedo por el piso de la cocina recuerdo esa primera tarde cuando empecé a trabajar acá. La mamá de Benja, Laura, me recibió con un “qué grande que estás” mientras me hacía pasar al edificio, y me revolvía un poco el pelo. No tardó mucho en empezar a preguntarme si ya tenía novia. 

  Laura me conoce desde pibe porque siempre se cortó el pelo en la misma peluquería, que es donde labura mi vieja hace muchos años. Cuando yo era chico la acompañaba al trabajo y me quedaba con ella. Me entretenía viendo las fotos de las revistas primero, después leyéndolas. Así fue como conocí a varias de sus clientas.

 Mientras subíamos en el ascensor, que iba lento y se sacudía un poco de más, Laura decía que mi mamá era una santa, y que la habíamos salvado. La niñera de Benja le había avisado con sólo unos días de anticipación de que no lo iba a poder seguir cuidando, y según me contaba, no había podido conseguir a nadie para que lo cuide. Le había sorprendido cuando mi mamá le contó que yo estaba buscando trabajo mientras le cortaba el pelo.

 No se lo comenté, pero para mí también fue una sorpresa cuando mi vieja llegó a casa por la noche, después de trabajar, y me dió un papel con su dirección y teléfono, junto con la advertencia de que no descuide la escuela. Fue una sorpresa porque su primera reacción cuando le conté que quería empezar a trabajar fue decirme que me dejara de joder con laburar , que , si quería ropa o algo se lo pidiera, que le habían estado ofreciendo otra changa limpiando una casa, que con lo que ganaba en la peluquería más eso alcanzaba. 

 Insistí hasta que ella se metió al baño dando un portazo. Poco después empecé a sentir el olor a cigarrillo brotando desde detrás de la puerta cerrada. Mi vieja casi no fuma, salvo cuando tiene un mal día en el trabajo. La conversación terminó por esa tarde.

 La puerta del ascensor se abrió en el cuarto piso, y salimos al pasillo. Una vez dentro del departamento Laura llamó a Benja, y ahí fue que vi al fantasma por primera vez. Algo en mi cara debe haber delatado mi sorpresa, porque ella miró por sobre su hombro, y empezó a contarme que ese era el juego favorito del nene desde un par de meses atrás, que ni bien termina con la tarea y la merienda, se va a su habitación, y se pone su disfraz. Cerró diciendo “No te vayas a asustar, eh”. Esto último lo dijo sonriendo, pero parecía esconder una cierta tristeza detrás de sus gestos.

 Le pidió al nene que se saque su disfraz, y una vez él lo hizo, nos presentó a ambos. Le explicó que yo lo iba a empezar a cuidar cuando ella estuviera en el trabajo. Benja no dijo nada al principio, sólo se agarraba con una mano de la pierna de su mamá, y me miraba, pero después de un rato emitió un pequeño «Hola» mientras estiraba la manito para saludarme.

 Laura entra muy temprano a trabajar, poco después de dejarlo en la escuela. Le queda compartir con él las tardes-noches, y se esfuerza en preparar ricas cenas con algún postre dulce para sacarle una sonrisa; a veces me invita y ceno con ellos. Ella habla sin parar, alternando comentarios sobre su trabajo, y preguntas a Benja sobre su día, la escuela y sus dibujos. La veo bastante ojerosa, aunque no demuestra estar cansada.

  Del papá no sé mucho, sólo que trabaja en una remisería de la zona, y que algunos fines de semana el nene los pasa con él. Benja me contó que antes, cuando vivían todos juntos, había veces que lo esperaba despierto hasta que se hacía “tarde-tarde”, después de que su mamá se dormía. Se quedaban los dos mirando la tele en “mudo”, y hablando despacio para no despertarla. También me mostró cómo le enseñó a armar aviones y barcos de papel. 

 Pensé en enseñarle a armar grullas de papel, pero no pude recordar cómo se hacía. Había pasado mucho desde que mi viejo me había enseñado, y él ya no estaba como para pedirle que me ayude a hacer memoria.

  Hace unos días, mientras íbamos de su escuela al departamento, Benja me pidió ayuda para recibir a su mamá con un regalo, me dijo que le quería dar algo rico, algo “dulce-dulce”. Le pregunté si sabía que le gustaba a su Mamá. Pensó por un ratito y dijo que a ella le gustaba el color verde y las manzanas, también la miel.  Fuimos a una verdulería y Benja eligió, con ayuda de la vendedora, tres manzanas verdes, y también una roja para él, además compramos un tarro pequeño de miel. 

 Una vez que llegamos al departamento nos pusimos a armar el regalo juntos. Benja eligió su plato favorito, que era cuadrado y rojo, y fue acomodando los pedazos de manzana que yo había cortado, para después dejar caer unos hilos de miel con una cuchara que sostenía con las dos manos. Ya con la sorpresa armada, él se lavó las manos y fue a su cuarto. Yo me quedé en la cocina, lavando los platos y tazas que usamos, y me puse a preparar la merienda.  

  Con la mesa ya puesta lo llamé para que viniera a merendar al comedor. Él ya estaba disfrazado y me contestó “No soy Benja, soy Rocky” mientras se acercaba a gatas a la mesa.

 Me dio unos golpes suaves a la altura de mi rodilla con su cabeza, yo lo recibí con un mimo por sobre los agujeros que eran sus ojos, él sólo me contestó con una seguidilla de “guau” suaves

  Supuse que “Rocky” era el nombre de algún personaje de dibujos, pero igualmente le pregunté de dónde lo había sacado mientras comíamos, solo por curiosidad.

 No me contestó al principio, pero después de un rato me dijo que Rocky era su amigo, y que lo extrañaba. Apenas terminó su comida, pidió permiso y se fue a su cuarto a dibujar, sacándose antes su disfraz y guardándolo en su placard. Estuvo más callado de lo normal, y no volvió a usar su disfraz por esa tarde.

 Todavía tengo guardado, en uno de mis cuadernos, el dibujo que me regaló ese día antes de que me fuera del departamento.

Era sencillo: De fondo unas vallas y un granero, unas cuantas vacas y ovejas chiquitas, unas nubes en la parte superior de la hoja. Parecía un cielo de tormenta. En el centro de la hoja, una figura grande con cuatro patas, una cola, y un par de orejas en forma de triángulos que sobresalían sobre el conjunto de círculos que componían la cabeza, ojos y nariz de un animal. Por debajo estaba escrito con letra grande, aunque un poco torpe, el nombre “ROCKY”.

  Mientras abría la puerta y me despedía, le conté a la mamá lo que Benja había dicho, al mismo tiempo que le mostraba el dibujo que me había dado. Hubo un silencio de unos segundos, una mirada llena de culpa, “Teníamos un perro antes, cuando las cosas estaban un poco mejor”. La puerta se abrió, y me fui en silencio, casi huyendo.

No volví a preguntar sobre Rocky.

 Esa noche soñé con un perro como el del dibujo, era del tamaño de un nene como Benja, estaba quieto, durmiendo profundamente, en medio de una granja, y el cielo estaba gris. Un hombre se acercaba a él, y lo cubría con una sábana, luego se alejaba del lugar dándole la espalda al animal.

 Cuando desperté me acordé de Ramón, mi primer y único perro, me acordé de su pelo casi dorado, de lo grande que se había puesto, de cómo me acompañaba y jugaba conmigo. Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que nunca lo había ido a visitar a la granja a donde se lo había llevado mi viejo.

 Con ese pensamiento dándome vueltas en la cabeza me sumergí completamente debajo de mis sábanas blancas.

 Me desperté varias veces en la madrugada esa noche, me parecía escuchar el ladrido de un perro a lo lejos, lo cual era raro porque las mascotas están prohibidas en el edificio.