Enfermera, por Miriam Socolovsky

Ilustrado por Carmen Gorosito

Cuidada 

Si cuidás cuidate

Es un afiche que pegaron hoy en la puerta del hospital. 

Yo cuido.  Las nueve de la mañana y ya estoy cuidando.

Cruzo el hall de la clínica mientras pasa el reflejo de la RAM que se va, siempre con un bocinazo. 

Me saluda. Me avisa que me cuide.

Cuido que la sonda no se tape.

Cuido que la aguja sea de un tamaño distinto para los bebés.

Cuido que no nos quedemos sin algodón y sin alcohol.

Cuido que el pinchazo no duela.

No sé de qué me tengo que cuidar si cuido.

Ahora mandaron el flyer con musiquita de cumbia, para que bailes y te cuides cuidando.

Tiro un paso y otro y muevo las caderas, todo lo que no puedo hacer cuando me cuido.

Soy más de la danza árabe que de la cumbia.

Qué lindo era. De chica practicaba y dejé.

Ahora no bailo, ahora me cuido. Los cuido, las cuido. Cuidado.

No se me vaya a ver un poco más el culo.

Todas mis remeras, mis pulóveres, todo largo para que tape. 

Porque no puedo parar de cuidarme.

Me cuido de reirme mucho, de menearme, de ponerme colorada.

Mientras, cuido que la mayor estudie para los exámenes y vuelva a dormir.

Y que la menor vaya a la ortodoncista y no falte a natación.

Y ahora hasta me cuido de salir linda en las fotos y poso lo más ridícula que puedo.

Pero que no se note que es a propósito.

A veces no me cuido, cinco o diez minutos nomás, porque me olvido.

No, no me olvido. Me descuido a propósito.

Siempre en el cuartito de los insumos. Me descuido entre algodones. Entre gasas y agua oxigenada. 

Entre medicamentos y agujas tiro un paso, otro, meneo y vuelta y ya está.

Porque mirá si entra alguien, me ve y se da cuenta de que yo soy ésta.

La que quiere bailar descuidada, desculada, enculada, reculeada, reculeadora.

O si me ven y le dicen. Él acá no entra, pero se puede enterar. 

Estoy saliendo del cuartito cuando lo veo en el piso. Un volante. Se le habrá caído a alguien. De la Libanesa. Raro que no vi nada allá, cuando llevo a la más chica a natación. Concurso. Profesionales y amateurs.

Quiero mover el culo una vez más, pero ya abrí la puerta.

Escucho el traqueteo de la camilla que se aproxima, el jefe de Obstetricia que al pasar me pregunta si controlé la temperatura de la heladerita, mis compañeras que me dicen: “Hasta mañana, Celia”.  

Las  cuatro de la tarde. Dejo de cuidar un poco, solamente un poco y acá.

Salgo del hospital y viene otra noche de no descuidarme. Cómo brilla la RAM en la vereda.

Me está esperando del otro lado de la puerta. 

Para cuidarme dice,  ¿ves?  Igualito que ese afiche, y me palmea el culo que nadie más puede ver.

El del lavadero le hizo no se qué al guardabarros.

Qué descuidado, se lo dije, eh, se lo dije, no podés ser tan descuidado. Cuando querés una cosa la cuidás.

Si cuidás, cuidate

El afiche dice de qué y cómo.

Pero no dice de quién, cuánto, hasta cuándo.

Ni cómo dejo de tener que cuidarme. Ni de lo que cansa.

La de la 104

Que no le diga mamá, grita. Que no vino acá para ser madre. Que no es. Que por ahí no puede serlo nunca. Que ya me dijo que no se siente afiebrada. Que no la jodamos más preguntando si siente algo, si por lo menos sintiera una contracción estaría festejando. Que tengo razón, festejando es mucho,  aliviada sí. Que no tomó agua. Que el novio no es tan pelotudo como para traerle comida. Que ya le explicó que no puede, por la anestesia y eso. Que al final cómo carajo se llama lo que le van a hacer, todos le dicen algo distinto. Que cómo que soy enfermera y tampoco sé. Que ya sabe que no es mi culpa pero está podrida. Que encima los ratas del hospital la pusieron al lado de una pareja felizmente boluda que tiene al bebé con ictericia en neo. Que cómo que eso no es ser felices. Que no tengo idea de lo feliz que sería ella de poder preocuparse por una ictericia. Que todo el suspenso que tiene por delante es si la mifepristona hace efecto y puede expulsar el feto muerto o si la operan. Que está segura de que las madres se pueden olvidar de lo que duele cada contracción porque se van de acá con un bebé.  

Olvidar, todas podemos olvidar. Yo no sé cómo convencerla de que ella también se va a olvidar, se va a olvidar de lo que duele. Yo me olvidé de todo lo que me dolió en la vida. Yo, que conozco dolores más fuertes que los del parto, aprendí a olvidarlos, aunque algunas noches vuelvan en sueños y los transformen en pesadillas y me despierte sabiendo que un día de estos puede doler de nuevo. Ahí, en el esternón, en la espalda, a la altura de los riñones, en los muslos, en el cuello, sobre todo en el cuello hasta que casi no duele porque te entregaste a la asfixia. No le digo todo eso, solamente que va a pasar, que si le traigo un té. No puede tomar té.

Que no le diga que se calme. Que no se va a calmar. Que ya es la segunda vez que se le detiene. Que menos mal que la primera se le fue solo y no tuvo que bancarse enfermeras ni compartir el cuarto con una madre feliz. Que sí, que cómo no va a ser feliz la boluda esa pero apenas se da cuenta. Que bueno, que me da la razón. Que no tiene idea de lo que es la angustia de tener al pibe enfermo. Que no sabe porque no es madre. Que por algo me dijo que no le diga mamá, carajo. Que cuando salga de internación va armar una banda punk y le va a poner Huevo Muerto Retenido. Que qué poco sentido del humor que tengo. Que si yo anduviera un poco menos rígida no me costaría tanto reírme de las barbaridades que me está diciendo. Que si no hay nada que me haga reír. 

— Rafaella Carrá —le digo. 

— Quién. 

— Rafaella Carrá. Una tana que era famosa cuando yo era chica y bailaba con un enterito rojo y cantaba explota explota me expló y agitaba la melena rubia. 

— Ah, esa. Le gustaba a mi mamá y a mis tías. Sin amantes quién se puede consolar— canta despacito.

— Sin amantes esta vida es infernal — canto bajito yo también. El marido de la de al lado nos chista.

— Qué pena que así no puedo bailar —susurra.

Que le parece que siente algo. ¡Vamos todavía! Que no, falsa alarma. Que cuándo la llevan al quirófano. Que si es cierto que la anestesia da frío. Que quiere que pase todo para tomarse un whisky. Que si me gusta. Que cuando salga, me invita uno. Y que por ahí también podemos salir a sacudir un poco el culo. 

Prospecto

Celia®. Enfermera Universitaria.

Fórmula

Cada 10 kilos contiene 5 de esposa fielmente harta; 2 de madre (14 años de antigüedad con la mayor, 8 con la menor); 1 de enfermera que sólo quiere ser enfermera; 2 de ganas de otra cosa que se quedan en puras ganas.

Presentación

Recipiente de 365 comprimidos palatables.

Acción terapéutica

Inhibidor potente, grupo III.

Indicaciones

Para cuadros en los que se busca que todo siga como está.

Acción farmacológica

Evitativo, antidisruptivo y autocensor.

Posología y dosificación

Administrar todos los días con el desayuno. Se recomienda ajustar la dosis para fiestas de fin de año, aniversario de casados, día del padre y día de la madre. Se ha observado que su eficacia se incrementa de forma notable en interacción con 300 ml, de culpa en ayunas, vía oral.

Interacciones medicamentosas

Marido: Celia® responde siempre a los mensajes de Marido. No se debe intentar administrar a Marido en el interior de la clínica. Su poder de acción decae ante la mirada de las compañeras de Celia®. Marido puede generar efectos visibles si interactúa con Celia® y Jefe de Enfermeros al mismo tiempo. Se ha observado que las manifestaciones de Marido se atenúan cada vez que cambia el auto. Sobre todo, si se para en la vereda del hospital y contempla al jefe de Enfermería subirse a un usado viejo. 

Padres de Celia®: Se destaca la incidencia de esta droga en la visita anual para Navidad. En asociación con Marido incrementan el efecto de denigración.

Hijas de Celia®: La interacción depende de las condiciones ambientales. En acción concomitante con Marido son fuertes potenciadoras de culpa.

Contraindicaciones

Intolerancia al control. Debe evaluarse la relación riesgo-beneficio en casos de anhelar otra vida. No se ha podido relevar el efecto de participar en exhibiciones de baile.

Advertencias

De optarse por el uso prolongado de esta medicación, se recomienda la verificación periódica por parte de  autoridades competentes tales como jefes, sacerdotes, médicos, amigos del marido, parientes, autoridades escolares, vecinos, etcétera. 

Efectos adversos

Actos de escapismo repentinos, olvidos intencionales, portazos, llanto súbito, desbordes por fracasos culinarios al hundirse el bizcochuelo.

Descuidada

Querido diario: una semana casi típica. 

Lunes.  Viene a esperarme justo cuando salía el jefe de Enfermería. Lo vio sacar el cero kilómetro del estacionamiento de personal. No importa que sea del suegro que lo compró y está demasiado enfermo para manejarlo. Es nuevito,  la patente de la RAM quedó atrasada. Lo saluda, yo quiero que nos vayamos ya, quiero estar lejos. 

—¿Qué pasó viejo, te cansaste de la bicicleta? No sabía que les iba tan bien a los enfermeros, me parece que ésta me oculta ganancias. Jeje. 

Miro la RAM, quiero subir ahora. 

—¿No le estarás cargando súper, no? Mirá que a estas máquinas hay que darles lo mejor. Y hay que poder hacerlo. 

Marca la R, dice poderrrrrrrrr. Le digo que tengo que ir a casa para ver si la menor terminó la tarea de inglés, que vamos. 

Martes. Me distraigo mirando el volante de la Libanesa cuando esperaba el ascensor. Me tocan el hombro: es la de la 104 que sale de  la eco de control. Me costó reconocerla vestida de calle, con el pelo que brilla en un rodete, los ojos pintados como un mapache y la campera de cuero. Parece menos enojada y más firme. 

— El doctor dijo que quedó un coágulo pero que se tiene que ir en unos días. — Me da un abrazo que me cuesta recibir— Gracias por escucharme. Ojalá estés bien.

Y cuando me mira unos segundos a los ojos, sé que ella sabe que ahora no estoy bien. Después me quedo un rato largo en el cuartito de los insumos. Esta vez trato de bailar y no sale nada. 

Miércoles. Entro a la 127 con una obstetra. Hay una piba como la de la 104. Hace un mes que está de once semanas y cuatro días. No aguanto más el limbo, dice. Ella está sola, la de la cama de al lado duerme. El que no duerme es el marido de la de la cama de al lado, que pasa la vista de la pantalla del celular a nosotros. Yo tengo la medicación, la obstetra se pone los guantes de látex. Si esto no funciona, va a aspiración. La piba se incorpora en la cama para sacarse la bombacha, mira hacia la esquina donde está el marido de la otra, nos mira. La médica hace un gesto con la cabeza pero no dice nada. 

— Retirate, por favor. La paciente necesita privacidad.

El tipo se levanta con un gesto de fastidio. Pero se levanta. Antes de salir me dice:

—Yo sé quien sos vos. Sos la mujer de Pedro.

Jueves.  Llueve. De esas lluvias frías que se cuelan por la botamanga y el cuello de la campera. Los vidrios de la RAM no se empañan, hay un botoncito para eso. El semáforo está en rojo y tiene contador. Faltan 87 segundos. Una eternidad. Antes hubo una frenada, insultos, bajá si sos guapo. Cada vez que pasa algo así me gasto deseos: que no sea el papá o la mamá de alguna compañera de mis hijas, que no sean personas que trabajan conmigo, que cuando se asome por la ventanilla venga un carancho gigante y se lo lleve volando. Me bajo de la camioneta y cuando me estiro para agarrar el bolso, se me cae el volante de la Libanesa sobre el asiento del acompañante. Lo ve, lo levanta, lee en tono burlón:

— Profesionales y amateurs. Mirá vos. Pro-fe-sio-naaaaaal. ¿Esas pelotudeces hacen en la Libanesa? La nena no puede seguir yendo a nadar ahí. Le tenemos que buscar un lugar serio.

Paso el hall y los faros de la RAM se alejan. Enfilo derechito para el cuarto de insumos. Bailo como tres minutos hasta que me llaman para que marque la entrada.

Viernes. Tengo un montón de volantes en el bolso que agarré ayer cuando la dejé a Faustina en la Libanesa. Apenas puedo tirar un paso o dos. Lo único que me sale es agarrar un volante atrás del otro y plegarlos: un barquito, un avioncito, un barquito, un avioncito. No hay camionetas de papel. 

Sábado. Anoche, después de que las nenas se fueran de piyamada a lo de mi cuñada, se tomó media botella de Johnny Black y agarró el cinto. Se lo quedó mirando. Murmuró algo sobre el auto del jefe de Enfermería. Me dijo que la tela de los ambos nuevos es demasiado finita, que se ve todo. Que si la elegí yo. Le contesté que nosotras no decidimos esas cosas. Volvió a mirar el cinto. “Habrá sido tu jefe”.  No corrí. Para qué. Dolió en todo el cuerpo, menos en la cara y en el cuello. Hasta eso calculó. Donde se ve no duele y el resto se olvida. Se lo dije a la embarazada de la 104. El dolor se olvida. 

Terminó, le sonó el celular y se metió en el baño del lavadero, que está más aislado que el grande. Se quedó ahí como cuarenta minutos. Cuando salió me dijo que se iba a pedalear todo el domingo, que no pensaba venir a buscarme a la salida de la guardia. Mejor. Todos cuarentones iguales con sus calzas, sus remeras adherentes y sus bicicletas ultralivianas, lo primero que se compran después de la camioneta o la SUV. El eligió la RAM porque es la que tiene su jefe. Él. A mí ni me preguntó: nunca fue nuestra, nunca nada a mi nombre. Yo no quiero una camioneta. Quiero mover el culo y que no me duela más nada.

Domingo. Faltan cinco minutos para la hora de salida y me meto en el cuartito de los insumos. Me bajo el pantalón del ambo. Acaricio los hematomas. Respiro hondo, mi cadera se mueve. La pelvis vibra. Están en Parque Pereyra o en algún pueblo del ciclismo aventura, la bicicleta supersónica y él. Las pibas en lo de su hermana. Me saco la bata de friselina, la cofia y los guantes en cualquier orden. No miro la temperatura de la heladerita antes de salir, no le sonrío al forro del jefe de Obstetricia. Tan médico el. No tiene una RAM, tiene una TORO. Hay pleno sol afuera y yo le escupo un “Pero qué día de mierda”, para sentir que lo estoy mandando un poquito al carajo. No hay marido en la vereda ni RAM en la esquina. 

Camino bajo el sol. No voy a ir a casa a cambiarme. Toco mi bolsillo, siento las llaves. Palpo la magnética del portón, su último capricho, las doble paleta de la puerta de entrada, el llavero con forma de dado. Las agarro fuerte y ni las miro, las tiro de golpe por la alcantarilla. No pienso adónde voy, mi culo ya lo sabe. Me conduce por el paso peatonal del viaducto, me indica que doble en la esquina y siga bordeando el alambrado cubierto de campanitas violetas, me pide que pise las baldosas amarillas y que me pare frente a la vidriera de una lencería. Entre corpiños sin costura, vedetinas y trusas, brilla el volante.  Lo sueño todas las noches desde que lo vi al salir del cuartito de los insumos. Abierto. Concurso abierto. Danza árabe. Profesional y amateur. Premios y sorteos. Nada de cuidar, nada de cuidate. El volante mata al afiche. 

Desde la vereda escucho la música. Balanceo las piernas, sacudo el culo, ese culo que él quiere quieto. No controlo, no cuido. Dejo que mi cuerpo haga. Aunque duela. No voy a olvidar este dolor. Mis piernas magulladas me llevan a la mesita.

—Buenas tardes. ¿Profesional o amateur?

—Amateur. ¿Cuánto es?

Cómo reluce la piel de esa piba que está en el escenario. Joven, parejita, inmaculada. Hay tres chicas de la misma edad que desde abajo la filman y la alientan. Ningún novio que la reclame o se pavonee o la vigile. Soy la más vieja de todas las amateurs. Tengo estrías, tengo asperezas, tengo hematomas. 

Miro a las bailarinas, las familias, las parejas, los chicos. Las parejas. Lo veo. El que tuve que echar de la 127. El que me llamó “la mujer de Pedro”. No sé qué hace acá si tiene un pibe recién nacido. Él tampoco sabe qué hago acá pero me clava la vista y no es simpático. Yo no muevo un músculo. Se lleva el dedo índice a la boca y me hace un gesto de silencio. Y sonríe, una sonrisa socarrona, una amenaza pendiente. Como si no lo hubiera visto, me acerco al escenario.

Mi turno. Subo, arranca la música, juguetona y aventurera.  Quiebro la cintura hacia la derecha y me muerdo los labios para no gritar: el elástico del ambo me roza el raspón de la espalda. Vuelvo a intentar el giro de cadera: derecha, frente, izquierda, atrás. Los cuatro puntos me arden, sale rígido. Trato de relajarme y levantar los brazos: siento como si se me prendieran mil fósforos a la altura de la sisa. Los bajo y pruebo mover el pecho desde las costillas. La tela me pesa como una armadura. Así no puedo. Al costado está la mesa de jurados, un juez flaco y pelado; una jueza morocha de bolsas en los ojos; otro juez gordito y rubicundo. Me saco el uniforme, quedo en musculosa y calzas cortas. La música se interrumpe. Pliego el ambo con algo del cuidado que me queda y lo dejo doblado arriba de la mesa. No miro más al jurado. Los oigo agitarse. Y después, silencio. Un silencio espeso que me rodea, que me oprime el esternón y me duele en cada hematoma. Respiro profundo, el aire que inspiré llega a mis hombros, mis caderas, los dedos de mis pies. El disc jockey me mira, solamente me mira. No suena nada pero muevo un tobillo, giro la pelvis, adelanto el vientre. Bailo. Bailo como bailé todo este tiempo en el cuartito de los insumos, con la poca música que me quedaba bajo la piel. Hay más, hay más sonidos ahora que me ve todo el salón.  Se pliega este antebrazo violeta;  se sacude este continente asiático que me cubre el abdomen; mi muslo rasguñado por la hebilla del cinto traza un semicírculo. Cada golpe que llegó doliendo, ahora goza. Porque debajo de eso, estoy yo, y no pienso parar de moverme. El juez de los cachetes rojos me hace señas, el pelado se agarra la frente, la jueza morocha se para y abre los brazos. ¿Que ya terminé? Esperen, esperen un poco que tiro el pasito que practiqué la semana pasada. Voy bien adelante del escenario. Ahí estás, 104. Tenés los ojos pintados como el otro día, parecés un mapache que sonríe y me dice algo casi sin hablar. Puedo leer tus labios:

—Rafaella.

Me faltaba Rafaella. Arqueo todo el cuerpo como una medialuna hacia atrás y en un segundo sacudo la melena hacia adelante. Soy Rafaella sin enterito rojo. Ahora sí, ahora saludo, hago una reverencia. Aplaudan. Aplaudan que si no, no me bajo. Una ovación, un vamos Celia vamos por hematoma, un aliento que me devuelva el pulso. Nadie se mueve. Menos vos, 104, que aplaudís allá en el fondo. Viste como pude mover el culo, amiga.