La casa del abuelo, por Javier Alfonso Jara Leyton

Por María Fernanda Díaz

La casa de sus abuelos tenía las dimensiones exageradas típicas de ese barrio residencial, cuyas calles todavía conservaban la paz y el silencio del viejo Santiago. La madre de Ricardo no dejaba pasar un domingo sin visitar a sus padres y a él, a sus trece años, le encantaba acompañarla para pasarse el día recorriendo los pasillos oscurecidos por los años.

Aunque no era el lugar más cómodo para ponerse a fantasear, algo en los azulejos del baño del fondo lo transportaba a otra realidad. Por eso uno de sus pasatiempos favoritos era sentarse por horas en la bañera o el bidet, escuchando el silencio. Pero en realidad no era un silencio absoluto. Algunas veces sonaba un golpeteo metálico y otras le parecía oír unos murmullos que no terminaba de descifrar. Como el abuelo detestaba las sobremesas, terminado el almuerzo tenía libertad para escabullirse al baño, aprovechando que todos dormían la siesta y la casa era una tumba.

Con el tiempo fue alargando sus visitas, empeñado en captar alguna palabra de esas voces misteriosas. Al principio la madre sospechaba de algún problema gastrointestinal y culpó a la abuela por no lavar bien las verduras. Después comenzó a registrarlo por si llevaba alguna revista o algo escondido en la ropa. Cuando Ricardo tardaba demasiado, tenía que sacarlo a los gritos para llegar a casa antes del toque de queda. Los interrogatorios nunca sirvieron para nada: Ricardo respondía todo con evasivas y excusas inverosímiles.

De no haber registrado avances, habría abandonado su obsesión, pero estaba seguro de que cada domingo podía oír mejor lo que murmuraban las paredes. Inspirado en algo que enseñaron durante una clase de ciencias, se inventó unos trucos para mejorar la audición. Los sábados se ponía algodones en las orejas para acostumbrarse a sonidos más suaves y llegar mejor preparado donde sus abuelos. Intentó llevarlas tapadas toda la semana, pero en el colegio lo castigaron por quedarse viendo las palomas mientras todos cantaban el himno durante la visita de un funcionario de gobierno.

De tanto insistir, un domingo de primavera por fin le pareció entender algunas sílabas de lo que decían las voces: «o – mo – se – ia». Saltó entusiasmado, evitando hacer demasiado ruido para no despertar a nadie. Volvió a concentrarse, apretó dientes y ojos como si eso le ayudara a escuchar mejor. Otra vez el grito apagado: «o – mo – se – ia», «co – mo – se – iam». Finalmente lo entendió: «¿Cómo se llama?». Un nuevo salto de alegría y una baldosa mojada terminaron esta vez con el chico en el piso. Se felicitó entre lágrimas por aguantarse el golpe en silencio, pero tuvo que salir a respirar aire fresco.

Deambuló como un recluso por el patio tratando de descifrar el significado de esas palabras. ¿Eran almas en pena o ecos de otra vida? ¿Cuál era su historia? En medio de sus cavilaciones, un gato negro saltó desde el muro que daba a los vecinos y se le acercó maullando. Ricardo trató de ignorarlo y concentrarse en el enigma, pero el animal no dejaba de interrumpirlo. Despreocupado, dio unas vueltas, se frotó contra sus piernas y luego caminó directo hacia el cuartito de las herramientas.

El cuartito era otro de los lugares misteriosos de la casa. El abuelo nunca le había instalado luz o nunca funcionó. Tampoco tenía ventanas. Así que cuando lo mandaban a buscar el martillo o el alicate, le hacían saber exactamente dónde estaba para avanzar a ciegas esquivando cajones. La puerta tenía un candado que estaba siempre abierto. Si existía una llave, Ricardo no lo sabía. Era como si la sola oscuridad se encargara de custodiar los secretos del abuelo.

Su oficina, en cambio, siempre estaba cerrada. La puerta daba al patio, a pocos metros del cuartito. A Ricardo le daba miedo rondar por ahí. No recordaba bien por qué, pero cada vez que se acercaba se le aparecían en la cabeza la cara furiosa de su abuelo gritando y la mirada de terror de su madre llevándoselo al auto.

El gato merodeaba demasiado cerca de la puerta entreabierta y Ricardo supo que cualquier desastre que provocara en el cuartito iba a ser su culpa. Lo que ocurrió luego fue todo muy rápido: el chico que agarra una rama para ahuyentarlo, el gato asustado que se mete adentro, la cacería que se desata en el cuarto, el animal que huye en medio de la confusión y un codo que golpea una caja llena de papeles que se desparraman en la entrada. Temblando de miedo, se apuró a devolver todo a su lugar.

No podía saber si el abuelo se daría cuenta del accidente, sólo le quedaba esperar que fueran papeles antiguos sin importancia. Después de ordenar, tosió el polvo que inundaba el cuarto y salió vigilando que no lo vieran desde la cocina. Cerró la puerta por fuera y se alejó hacia el otro extremo del patio para disimular. Pero apenas alcanzó a dar unos pocos pasos. Delante de sus zapatillas, un sobre blanco que había volado fuera lo paralizó.

El ruido de platos era señal de que ya no había tiempo para volver atrás. Rápidamente guardó el sobre en un bolsillo del buzo y siguió caminando. Un grito dentro de la casa lo estremeció, pero las risas de su madre y su tía borraron la inquietud. Lo llamaron a merendar y actuó impecablemente el aquí no ha pasado nada. El abuelo habría estado orgulloso de su discreción.

Actuó tan bien que terminó por engañarse a sí mismo. Sólo recordó lo ocurrido cuando se desvestía para dormir. Aseguró bien la puerta para no ser descubierto. El sobre estaba en perfectas condiciones, timbrado con la palabra “Evidencia” y un número. Intrigado, no dudó en abrirlo; el simple hecho de llevárselo ya era motivo para una paliza ejemplar. Adentro había un grupo de pequeños papeles semitransparentes, redoblados y sucios. Estaban escritos a mano con una letra muy pequeña.

Esa noche no durmió. Leyó y releyó las cartas escondido en su pieza, saboreando      cada palabra. «La distancia nunca ha sido más cruel … Te recuerdo como quiero que me abraces … Cuánto daría por recuperar los días felices de la juventud bombardeada». Las frases resonaron por varios minutos en su cabeza. Imaginó a dos amantes separados por sus familias. ¿Por qué escribían en esos papelillos de cigarro? ¿Y de qué eran evidencia las cartas? No encontraba una historia coherente para sus suposiciones.

Planificó toda la semana la forma de volver a la caja sin que lo descubrieran. Casi no durmió la noche del sábado. Pero a la mañana siguiente, su madre lo miró con expresión seria y le dijo:

—La abuela está enferma, hoy comemos acá.

Nunca más volvió a esa casa. Por alguna razón, la madre no lo llevó más y los abuelos se mudaron pocas semanas después a un departamento lejos de allí. Ricardo creció y su afición por el misterio derivó en la lectura de novelas policiales. Su vida siguió más o menos la norma de cualquier otra vida.

Tampoco tuvo razón para regresar al barrio hasta el día en que el azar lo arrastró de vuelta. Muchos años después, salía de instalar un sistema de alarmas cuando reconoció, en la cuadra del frente, la casa que su memoria ya había enterrado bajo muchos otros recuerdos. Vaciló un momento antes de acercarse.

Mientras trataba disimuladamente de mirar por la ventana y reconocer alguna imagen de su pasado, salió de allí una anciana mucho más anciana que sus abuelos muertos y cerró la reja por fuera. No se lo esperaba, sintió que algo tenía que decirle pero no supo bien qué. Como seguía allí parado mirándola con cara de bobo, la mujer no tuvo más remedio que preguntarle si le pasaba algo. Ricardo sólo atinó a responder:

—Mis abuelos vivían aquí cuando yo era niño—. Ella lo miró desconcertada.

—¿Hace cuánto?

—Unos veinte años.

Hubo un largo silencio. La anciana buscó con paciencia las palabras adecuadas para contarle al joven la historia que no sería capaz de tragar nunca.

—¿Puedo pasar? —preguntó Ricardo después de escucharla. Ella dudó que hubiera comprendido del todo, pero finalmente accedió. Él la siguió sumergido en su memoria, intentando conectar escenas dispersas.

Entró a la casa y las sombras del atardecer lo condujeron al interior de esa prisión, sin miradas severas ni nadie a quien despertar de su siesta. Un hormigueo de angustia le empezaba a inundar el pecho. Avanzó por los mismos pasillos que recorría de pequeño. Toda la adrenalina de sus investigaciones infantiles se le agolpó en la garganta. Volvió a sentarse en la bañera y aguzó el oído una vez más. Afuera se escuchaba el maullido de un gato, todo le daba vueltas dentro de la cabeza. Las voces de su memoria empezaban a oírse cada vez más fuerte, hasta que la anciana lo interrumpió.

—¿Quieres ver las celdas y la cámara?

—¿Qué cámara?

La mujer bajó la vista y no respondió. Lo llevó de la mano. Atravesaron la puerta que Ricardo nunca había cruzado, y luego otra puerta más. Avanzaron por un pasillo muy estrecho y bajaron al sótano del que no tenía noción. Seis por seis metros de concreto, un escritorio, una silla y el esqueleto de una cama. Sólo se escuchaban gotas de agua que caían de las cañerías de cobre. Algo, el ritmo o el tono del goteo, le recordó los ecos del baño que esos tubos transportaban.

Ricardo se abrió paso hacia el patio y reconoció los naranjos de su niñez. El cuartito de herramientas, ahora iluminado, estaba ocupado por cajas y cajas de expedientes judiciales. Cuántos secretos durmieron guardados allí, cuántos instrumentos ensangrentados rozó de camino a buscar el martillo, siguiendo las precisas indicaciones del abuelo. Cuántas evidencias habrá removido arrastrando cajas y devolviéndolas a su lugar. Cuántas víctimas dejó de salvar en su esfuerzo por alcanzar el alicate en la repisa del fondo. Su abuelo había muerto llevándose secretos que Ricardo jamás podrá desenterrar.