La regla de tres, por Delfina Antonacci

Ilustrado por Silvia Miriam del Valle

Cuando me llevaron a la clínica para despedirme de mi mamá no supe qué decirle, así que le mentí. Me senté en la silla de al lado y la agarré de la mano que no tenía pinchada por la vía. La observé intentando retener cada detalle: la forma de sus dedos largos más arrugados que de costumbre, y la uña del dedo índice que se le curvaba hacia abajo por haberlo agarrado con una puerta. La cubrí con la mía y la apreté con cuidado, pero no reaccionó. Entre lágrimas silenciosas, tomé aire y me despedí para siempre con una mentira: me vino, ma.

No me respondió porque hacía ya varios días que estaba inconsciente, pero se ve que me pareció importante hacer lo posible para que pueda morirse tranquila. Que sepa que estaba dejando todo en orden. Tampoco es que ella hubiera expresado mucha preocupación al respecto; de hecho, ni siquiera consideró que ameritara una visita al médico como yo le había pedido unos meses atrás. Pero bueno, ahora que lo pienso, seguramente estaría un poco más preocupada por esta cuestión de que se iba a morir en cualquier momento.

En realidad, la que no estaba para nada tranquila con el tema era yo. Monitoreaba mis dolores de panza y el color de mi ropa interior a diario, esperando encontrar una mancha que no aparecía. Era en lo único que podía pensar – y eso que mi mamá se estaba por morir. Y por eso, yo estaba enojada con ella. Furiosa. Tenía 15 años, no me crecían las tetas y no me venía. A la última de mi grado ya le había pasado todo eso hacía un montón. Me estaba quedando afuera de todas las conversaciones y no entendía cómo era que a mi mamá podía darle igual. No es que no me llevara al médico o le restara importancia, directamente no se hablaba del tema.

En retrospectiva, supongo que no podría soportar un médico más. Qué se iba a estar preocupando por la fecha de la primera menstruación de su hija mayor cuando a ella le habían forzado la menopausia adentro de un quirófano. Cómo iba a apenarse de que a mi no me crezcan esas dos glándulas malditas si a ella se las acababan de mutilar con un bisturí; y así y todo sabía que le iban a costar la vida igual. Quizás hasta deseó que nunca me crezcan -y yo siempre fui muy obediente con los deseos de mi mamá.

Pero en ese momento tenía 15 años. Cuando tenés 15 años no hay nada más importante que tener tetas. Nada. Porque si no las tenés, no hay forma de que te pase nada. Ni de que un chico te mire como a una chica, ni de intercambiar ropa con una amiga, ni de crecer de una buena vez. Sí te pueden pasar otras cosas. Por ejemplo, tu mamá se puede morir. Peor aún, se puede morir a causa misma de sus propias tetas; lo cual puede llevar a que tu cuerpo se pegué semejante susto que revierta millones de años de evolución de las especies y se niegue a desarrollarse por las dudas.

La cuestión es que unas horas después de mi mentira, en una madrugada fría de agosto, mi mamá murió.

Si no fuera por ese detalle, hubiera sido un viernes normal. Fuimos al colegio y todo. No hubo velorio; a mamá nunca le había gustado ser el centro de la atención. Papá insistió en que mi hermana y yo no fuéramos al entierro. En su experiencia, era mejor que esas imágenes no quedaran grabadas en la memoria de un hijo. Nos dejó en el living de casa viendo Notting Hill, arrancó una página de un libro de poemas y se fue.

El día del entierro, a mi hermana Justina de once años no se le cayó una sola lágrima. Al día siguiente tampoco y al mes siguiente tampoco. Esto generó una preocupación muy grande en la familia, y entre los muchos frentes que se abrieron, se empezó a debatir si había que mandarla a terapia o convenía esperar a que llore sola. Mis abuelos empezaron a llamar al teléfono fijo todas las noches a las ocho en punto. Querían saber qué íbamos a cenar, si habíamos hecho la tarea,  si nos habíamos abrigado y si mi hermana ya había llorado. 

El día eventualmente llegó. Estábamos solas en casa y yo estaba batiendo los huevos revueltos que almorzábamos después del colegio, cuando la vi salir del baño con los ojos rojos. Supuse que por fin estaría asimilando algo de lo que nos había pasado. Esa era la palabra que usaba mi psicóloga. Asimilar. Pero no era eso. Justina estaba llorando porque pensó que se moría ella también. 

No sé qué me pasa, estoy toda llena de sangre, me dijo desesperada.

Yo supe enseguida. No podía ser, si era una nena, si era la menor. ¿Cómo le podía pasar a ella antes que a mí?

Con la muerte de mamá, se me había puesto la idea de que yo ya no era solamente una hermana mayor. Ahora tenía otras responsabilidades, al fin y al cabo, había gozado del privilegio de tener una madre cuatro años más. Pero en ese momento no pude estar a la altura de las circunstancias. No pude ser amable, madura, ni maternal.

Lo llamé a papá pero no se lo pude contar, no podía ni decir las palabras. Solo le pedí que venga a casa cuanto antes. 

Cuando llegó y entendió lo que estaba sucediendo, su reacción nos tomó por sorpresa. Se le iluminó la cara de alegría y de alivio. Lo festejó como la primera buena noticia que recibía en un largo tiempo. Pero el sentimiento le duró poco. Después de ocuparse de las compras de farmacia y de las explicaciones pertinentes, nos hizo un pedido: quiero que duerman juntas esta semana. La sugerencia no fue bien recibida por ninguna de las partes y desencadenó una escandalosa serie de gritos y portazos. Mi hermana se encerró en el cuarto y yo me encerré en el baño a llorar. Mi papá intentó explicarse desde el otro lado de la puerta: son cosas de campo, pensé que podía ayudar. Le contesté que ni mamá ni nosotras éramos del campo y que él no entendía nada. También fue la única vez que le dije: mamá nunca hubiera hecho algo así. Todavía no le pedí perdón por eso.

Pero esa no fue su última intervención. Si bien a mi hermana le costaba el tema del llanto, siempre fue algo que a mí se me dio exageradamente bien; y cuando me agarraban de esos ataques que no podía parar, papá me empezó a llevar de visita al cementerio. Nos tirábamos en el pasto, bajo el naranjo que daba sombra a la placa de mármol, y él me daba charla hasta que mi respiración se acompasaba.

Ahí me enteré de muchas cosas. Por ejemplo, de que las flores se llevan al cementerio porque representan lo bello y lo efímero de la vida, y por eso era importante que hagamos el esfuerzo de pasarla bien. Que en realidad mamá había estado enferma diez años, y no diez meses, como nos habían dicho; y que para él, habían sido los más felices, porque había agradecido cada uno. Que las noches que no podía más, se tomaba los quince minutos que le daban las milanesas antes de darlas vuelta para ir al fondo del jardín a rezar, y eso le daba las fuerzas para volver, cenar, preparar las viandas, seguir solo. También que cuando su papá murió, y él tenía tan solo cinco años, mi abuela encargó uno de esos mausoleos donde el cajón queda a la vista, con cinco lugares, uno para cada miembro de la familia. Iban todos los domingos después de almorzar y él pensaba en cómo un día todos esos soportes estarían ocupados.

Supongo que es inevitable que una pérdida así te lleve a contemplar demasiado temprano tu propia muerte. En mi caso, me había obsesionado con un ejercicio de matemática mística que no podía resolver: si mi abuelo se había muerto cuando mi papá, su hijo mayor, era apenas un nene; y mi mamá cuando yo, su hija mayor, era técnicamente una nena, ¿la regla de tres indicaba que a mi me tocaba convertirme en una joven viuda o en una joven muerta? Bajo la sombra del naranjo, le consulté su opinión a papá, y como era su costumbre, encontró las palabras que me calmaron: yo a mi papá lo dejé de extrañar el día que naciste vos.

A la mañana siguiente, me vino.