Naranja, por Constanza Luchilo

Ilustrado por Natalia Ezequiela Gómez

Tomó la primera naranja del día con el entusiasmo habitual. Se dedicó a observarla durante los tres minutos reglamentarios. Encontraba algo hipnotizante en ella, en todas las de su especie. En parte, adjudicaba la atracción a su color, tan llamativo, que parecía un esfuerzo de la naturaleza por volverlas indisimulables. Era su color favorito, pero creía recordar que no siempre había sido así. También, su composición de jugos, pulpas y filamentos alimentaba ese fanatismo. Las inagotables combinaciones posibles de estos aspectos en cada espécimen le producían una incertidumbre placentera. Sin embargo, el interés más profundo provenía del lugar que ocupaban en su vida. Cumplían el rol de acompañarla cada mañana, en todas las estaciones, en cualquier lugar, desde hacía seis años. Su ritual de todos los días le brindaba un orden tranquilizador y le permitía, aunque fuese por un rato, reemplazar aquella antigua dependencia, que tanto la había dañado.

Pasado el período de observación, clavó el cuchillo en la cáscara y peló la naranja con mucha prolijidad.  La vio esférica, jugosa, infinita, naranja. Luego, hundió ambos pulgares en el ombligo que infaliblemente encontraba sobre el eje de la fruta y los separó, dividiéndola en dos partes con perfecta simetría. Desglosó los gajos, uno por uno, comenzando por la mitad que había quedado a su derecha, y continuando con la parte restante. Finalizada la disección, contó los gajos y los dispuso, uno al lado del otro, sobre el plato de vidrio oscuro. Doce gajos alineados. Los acomodó con la parte que cariñosamente denominaba “pancita” hacia abajo, como doce sonrisas en fila. Notó con gran satisfacción que ninguno presentaba semillas, pero en cualquier caso su entusiasmo habría sido idéntico. Cada naranja traía consigo una vivencia insuperable y su mera existencia era suficiente para complacerla.

Se frotó las manos y devoró su obra con absoluto desenfreno, saboreando la mezcla de ácido y dulce. Imaginó la absorción de cada vitamina y nutriente recorriendo su organismo. En cuestión de segundos, el plato relucía, limpio y orgulloso.

Repitió la operación desde cero con la siguiente naranja. Idolatró su excelencia durante aquellos tres minutos. Cada fruta era una aventura en sí misma. Se sentía conectada con algo superior, que le provocaba un placer único. Vivía cada desayuno como una ceremonia religiosa, emocionante y adictiva. Todas las naranjas eran “la” naranja.

Atravesó la corteza con el cuchillo. La admiró esférica, jugosa, infinita, naranja. Hundió los pulgares en su ombligo, los separó y dividió la fruta en dos partes. Desglosó los doce gajos. Los alineó y ordenó, pancita abajo, como doce sonrisas en fila. Deglutió con voracidad, gozando de la irrepetible sinfonía de sabores y texturas. Tragó percibiendo el cambio de temperatura en su esófago. Se percató del derrame del líquido ambarino por sus manos y su boca. Recorrió con su lengua cada milímetro de jugo, hasta volver a dejar su piel y su plato inmaculados.

Inauguró la ceremonia correspondiente a la tercera naranja, en la que solía encontrar la mayor perfección. En algunas ocasiones, la suerte no la acompañaba y se encontraba con una muy seca o levemente pasada, pero, la grandísima mayoría de las veces, la tercera era la mejor. 

La observó durante tres minutos, anticipando el deleite. La peló empuñando el cuchillo con deseo. Hundió los pulgares en su ombligo. Se detuvo. Sintió escalofríos. La soltó. No comprendía. Pasaron cuatro minutos, cinco, seis. La extrañeza fue apoderándose de ella. No podía continuar con su tarea. No era como las anteriores, como las otras, como todas las demás. Siete minutos, ocho. La analizó con una curiosidad nueva, distinta, cautelosa. Era esférica, jugosa, infinita, blanca. ¿Blanca? Blanca. Debía ser naranja, ¿por qué no era naranja? ¿acaso no era naranja? 

Sintió el impulso de volver a agarrarla y abrirla, pero se contuvo. No se atrevía. No era naranja. Reconocía el miedo que estaba experimentando, volvía a hacerse carne como lo había hecho seis años atrás. No era naranja. El pavor de aquel entonces retornaba. Se estremeció en silencio. No podía reaccionar, no podía moverse. No era naranja. Abría y cerraba los ojos intentando aclarar su visión, apagar la llamarada de pánico que la consumía. No era naranja. Pestañeaba a toda velocidad, intentando borrar la imagen del terror y despertar de la pesadilla más espantosa que jamás hubiera imaginado. No era naranja. Percibió una presencia tajante. No era naranja. Sintió una presión penetrante en las pupilas. Era blanca.

La blanca la observó durante varios minutos. La vio, antropomorfa, seca, agotable, humana. La peló con frenesí. La hundió. La dividió en dos. La separó en partes. Contó los doce pedazos. Los alineó y ordenó, como doce muecas en fila. 

La engulló.