«Adiós, abuelita», por Melisa Bustamante

Ilustrado por Gabriela Apezteguia

―¡Te tiraste un pedo, te tiraste un pedo! ―con su dedito de seis años Juanjo señala a su hermana mayor, Ana.

―Qué decís bobito, es tu aliento a mierda. ¡Qué olor que hay!

Alguien no se bañó o dejaron la basura afuera. Es la hora de la siesta y se entretienen con libretas de recibos que el abuelo trae los fines de semana cuando le dan libre en el trabajo. Están pasando unos días de vacaciones en el campo, al cuidado de la abuela Blanca. Son cinco los primos. Juegan a las oficinas en un patio en medio de la nada. Hay despliegue de papeles y lápices sobre la mesa de plástico. Un alero los cubre del sol de verano. A unos metros está la huerta, el parrillero, el galpón y el gallinero.

―Sí, señor, ¿qué se le ofrece? ―Ana toma la posta de oficinista, el rol más codiciado.

―Nada, me toca a mí ―la enfrenta Nico―. Yo soy el que atiende y vos venías con Ceci que es tu esposo.

―Salí de acá, pendejo de mierda, atiendo yo.

El olor a podrido vuelve en una oleada más fuerte y ya no pueden seguir jugando. Después de unos segundos de acusaciones, Juanjo mira hacia arriba y grita: “¡Un murciélago! ¡Vení, Chita!”. Pero la perra no aparece. Los niños miran hacia el supuesto murciélago. Notan que es algo mucho más grande. Vicky dice que es un peluche, Nico apuesta que es una rata gigante. Ana mira a Juanjo tratando de entender si es otra broma del hinchapelotas de su hermano, pero de dónde pudo sacar ese  y ponerlo ahí, tan alto. 

De repente el bicho se mueve y ya es imposible que sea un muñeco. El animal sigue colgado de una punta del alero. Los está mirando fijo y, ante el griterío que desata su movimiento, se le eriza la cola en posición de ataque. La Chita aparece atraída por los gritos pero apenas ve al animal, en vez de ladrarle, llora. Se mete abajo de la mesa de plástico y no hay quién la saque.

El ruido de las aspas no llega a tapar los gritos. Pendejos de mierda, dice la abuela Blanca, se levanta y apaga el ventilador. Se asoma por la puerta trasera que da al patio, con el camisón que se pone cuando el abuelo no está: el viejo dice que no le gusta, que la hace parecer una mae umbanda.

Le hablan todos a la vez. “Abuela qué es eso, abuela se mueve, ¡abuela!”

―Una comadreja, estúpidos, ¿nunca vieron una comadreja? Se va a comer las gallinas.

Se vuelve a meter en la casa y reaparece unos segundos después.

Los niños quedan congelados ante el duelo entre dos seres que nunca habían visto. De un lado, la bestia erizada a punto de atacar. Del otro, un camisón imponente levanta una escopeta. Miran para un lado y para el otro en un silencio eterno, hasta que la abuela dispara con una precisión experta y la comadreja cae y se escapa, largando un quejido horrible, campo adentro.

Juanjo celebra. Los demás sienten una tristeza extraña. Adiós abuelita de las mermeladas de higo caseras, de los vestidos floreados. Hola abuela con escopeta, abuela capaz de asesinar animales de campo.

―Juanjo, dejá de pelear a tu hermana o te venís a acostar. Calladitos ahora, ¿ta? ―dice la vieja y se mete en la casa para retomar la siesta.

Ahora los primos juegan en silencio, temiendo una venganza de las comadrejas.