Hoy treinta y ocho años, once meses, cinco días, cinco miligramos por diez días, diez miligramos por ocho meses. Después vemos, dijo Valeria, la psiquiatra, con sonrisa de “veo esto todos los días”. Nunca me llevé bien con los números, pero últimamente cuento todo, es una forma de bajar la ansiedad.
Veintidós cuadras para uno de mis trabajos martes y jueves, dieciséis kilómetros para el otro trabajo lunes, miércoles y viernes. Siempre los mismos caminos de memoria, ver una y otra vez los mismos carteles y hacer las mismas curvas, me baja la ansiedad. Dos oficinas diferentes pero casi iguales. Firmas, sellos, sobres, papeles. Una y otra vez. Casi no levanto la vista del escritorio. Por suerte para mí, a nadie parece importarle.
Arranco a las seis de la mañana puntual todos los días, la pava en la hornalla de atrás, el encendedor arriba del extractor, ahí nomás donde apenas llego con las yemas de mis dedos. No llego a verlo pero sé que está ahí; me baja la ansiedad dejar las cosas siempre en el mismo lugar. Así evito pensar demasiado, el cerebro en modo ahorro de energía. Las rutinas me calman, la puntualidad me obsesiona. Me visto dos días seguidos con la misma ropa; la alternancia de trabajos me permite repetir el atuendo del día anterior. Siempre pensar menos: esa es la premisa que me mantiene viva. Los dos días que voy lejos salgo a las siete, llego a las ocho, termino a las cinco menos cuarto. Ni un minuto menos, ni uno más. Escitalopram, casi no puedo pronunciarlo, me cuesta escribirlo. Tengo que mirar varias veces la cajita de pastillitas rosas; tienen forma casi de triángulo. Leí el prospecto unas quince veces, sigo sin entenderlo: efectos adversos: bla bla bla, posología adjunta: bla bla bla, dosis recomendada: diez miligramos. Dos por día. Agrego en mi mente: durante ocho meses, después vemos. También repito en mi cabeza otras cosas que dijo Valeria: mantené rutinas, buscá espacios mínimos de placer y yo sólo puedo decir gracias que me baño martes y jueves, Valeria, esa es mi rutina. Y contar pasos, escaleras, a veces cuento las veces que respiro. Algunas de esas cosas me calman los mejores días. Los otros días, los peores, empiezo a contar y me pierdo, cuando paso del diez ya no tengo noción de lo que estoy diciendo. Los números se me mezclan, no puedo seguir. Esos días terminan mal. Me siento al borde de la cama, me abrazo a mis rodillas, me balanceo. Ahí voy a esas otras pastillas que me diste, Valeria. Las de rescate, dijiste. Y yo un poco me reí porque no entendí de qué hablabas. Esas me desconectan del mundo, me tiran en la cama y todo se apaga, se pone negro. Al otro día no recuerdo nada.
Tengo muchos pensamientos, pero hay uno en particular que me asalta todas las mañanas y me tortura apenas abro los ojos: voy a llegar a los cuarenta tomando medicación psiquiátrica porque mi cerebro cree que me estoy por morir y a la vez todos sabemos que nadie se muere de angustia, todos menos él, porque no hay forma de que entienda que no voy a morirme, pero tampoco puedo salir de este loop. Porque todo se mueve muy rápido y yo no puedo seguir el ritmo. Valeria promete que una semana antes de mi cumpleaños terminamos con esto, que todavía falta, que este es el camino, a veces habla como si fuera un pastor brasilero a medianoche en la tele. No sé si voy a llegar a la fecha de mi cumpleaños treinta y nueve, ni siquiera puedo pensar en los cuarenta. Hay que llegar primero, Valeria, le dije la última vez. Ella no respondió, pero asintió apenas con su cabeza y me miró fijo por encima de sus anteojos. Supongo que pensamos igual.
Contar me hace bien, Valeria, la medicación no sé, eso es tu campo, no el mío. Repetís que hay que esperar, que la medicación es así. Dos semanas, quince días, trescientas sesenta horas. ¿Cuánto más falta para que la ansiedad se vaya? Hago cuentas todo el tiempo, no tengo ningún resultado. Anoto números porque las palabras me parecen muy difíciles. Anoto, Valeria, como me dijiste, un diez por cada día bueno, yo agregué un menos diez los días que fue difícil respirar. Al revés que en el chinchón. Voy perdiendo, estoy mil días abajo. Vos dijiste que cuando tenga más días buenos que malos empezamos a bajar las pastillas. Anotá las rutinas, dijiste, pero yo solo puedo contar pasos o escalones o curvas, esas son mis rutinas, Valeria.
Porque, ¿para qué contarte todo, Valeria? La veo a mi mamá sentada en el sillón de cuerina azul, como hundida ahí, la boca apenas abierta mirando la nada. No se mueve, pero respira. Tengo nueve años, ella debe andar por los treinta. Sigo, Valeria, mi hermana dieciocho años, treinta y ocho kilos, un metro sesenta de altura, muchos miligramos de muchas pastillas, la tironeo del brazo huesudo para sentarla en la cama y que coma algo. Una vez a la mañana, una vez a la noche. Yo tengo diecinueve. Son cosas diferentes, personas diferentes, me dijiste el otro día cuando nos vimos. No, Valeria, es todo lo mismo, las mujeres de la familia vienen todas en el mismo molde. Y está la abuela también, ¿viste Valeria? La abuela en la piecita del fondo, sus pastillas también eran rosas. Ella decía el lexotanil pero no sé la verdad, la viudez le duró más de treinta años. ¿Sigo, Valeria? Porque hay más. Mi hermana escondida en el hueco de la escalera de la casa familiar aspirando cocaína. Mi mamá agregándole al té algo que salía de una botella sin etiqueta. Era como una carrera para ver quién escapa primero de sus propias decisiones. La frustración de ser parte de este grupo al que nunca quise pertenecer, pero en el que finalmente estoy. Treinta y ocho años, once meses y cinco días haciendo de cuenta que vengo de otro lado.
Cuento quince pasos hasta el baño y cierro la puerta. Lloro. Cinco minutos apenas, me lavo la cara y salgo, una vez a la noche. Al mediodía cinco miligramos de Escitalopram. A la noche otra vez. A la tarde me siento a descansar, hasta que el fantasma babeante del sillón de cuerina azul me empieza a perseguir y tengo que levantarme. Otra vez siete pasos desde la habitación hasta el baño. Abro la ducha sin mirar la canilla de la izquierda. Me desvisto despacio, siempre en el mismo orden, la remera y el corpiño primero, después suelto el botón del pantalón y no hace falta casi bajarlo, se cae solo, me saco las zapatillas sin agacharme, apenas las toco desde el talón y las pateo al costado. Al termotanque le toma unos cuatro minutos calentar el agua, me miro desnuda en el espejo. Estoy más flaca, mi amiga que vive a dieta me dice que estoy perfecta para la malla y sufre. Pero no es la flacura lo que me espanta, son las formas. Los hombros para adelante, como caídos, el pecho que siento hundirse con cada respiración, me veo ahí parada, el pelo enredado en un rodete, los rulos que ya no tienen forma y sé que estoy derrotada. Salgo de la ducha y me visto como si fuese invierno, tengo frío, siempre tengo frío aunque estemos en primavera. Me hago bolita para dormir, creo que si ocupo menos espacio voy a sentir menos dolor. Seis horas de sueño. Ya son las seis otra vez y a mi cerebro le gusta esa rutina de arrancar siempre igual.
¿Vos pensás Valeria que esto se resuelve? Te lo pregunto a vos, porque yo ya no tengo respuestas. Los muertos ya están muertos pero yo sigo acá sin saber qué hacer, sin saber para dónde ir. ¿Qué se hace con los muertos, Valeria? Ya están enterrados, ya les llevé flores y ¿ahora? Ahora nada, me dijiste. Los muertos ya están muertos, vos todavía seguís de este lado. Lo dijiste como si me retaras, mirándome apenas por encima de los anteojos, con cara de fastidio, o de aburrimiento, como mamá cuando se enojaba. La palabra “nada” queda flotando en el aire y no puedo dejar de mirar el marco rojo de tus anteojos, brillante como la sangre. Me preguntas qué estoy pensando. No sé, Valeria, es más fácil pensar que esto es lo que me toca, es más fácil seguir las tradiciones que empezar con nuevas. Creí que te lo había dicho, pero se ve que no, porque insistís en que te diga lo que estoy pensando pero yo no puedo ni siquiera abrir la boca. Ahora me saludás y me decís que te llame si lo necesito.
Camino las cinco cuadras que me separan de tu consultorio. Cuando llego subo directo a la terraza. Cuento veinte escalones por piso. Y tres más hasta la puerta de la terraza. Veintiún pasos hasta la baranda. Paso mis piernas por la baranda y me siento en el fierro más alto. Los pies colgando. Los balanceo y cuento, uno cada vez que el pie izquierdo está arriba, dos cuando al derecho le toca subir. Suelto las manos de la baranda y extiendo los brazos hacia arriba para tocar el cielo. No llego aunque parece estar ahí nomás. ¿Qué hago con esta angustia que me aplasta, Valeria? Hay apenas una brisa que me mueve el pelo sobre la cara. Me asalta el recuerdo de mi hermana sumergiéndose en las olas de Mar del Plata al grito de “adiós mundo cruel” y saliendo dos segundos más tarde estallada de risa. Sonrío. Es la primera vez que sonrío en mucho tiempo.
Respiro y cuento segundos como me enseñó la abuela: un elefante, dos elefantes, tres, llego a los diez y mis manos están en la baranda otra vez. Dejo de balancear mis piernas. Me deslizo de la baranda hacia atrás, ahora estoy parada en la terraza, los brazos me cuelgan al lado del cuerpo. Camino para atrás, no dejo de mirar la baranda alejándose, pero no cuento los pasos al revés. Giro despacio hacia la puerta que da a la escalera, y bajo sin tocar el último escalón.