“La caravana” de Jimena Canido

Ilustrado por Martin Otero

Abrió los ojos y la luz que entraba por la ventana inundó la habitación. En seguida recordó lo que le había contado la señora de la panadería que le prestaba el teléfono cuando necesitaba que el doctor Eduardo la atendiera por los ataques de tos cada vez más frecuentes: el circo había arribado a los pueblos de la región. No era de extrañar que en cualquier momento llegara a Vivorata. 

Se levantó de la cama y le dio un beso a la foto de Mario, eternamente joven. Como el calor era agobiante, le gustaba dormir desnuda. Se puso un salto de cama encima y se dirigió al baño. Prendió la luz, en el espejo se iluminaron un montón de papelitos con indicaciones: “amarilla y verde por la mañana”. Tomó las píldoras que estaban sobre el lavabo y las empujó con un poco de agua de la canilla. Otro papelito “anteojos 1er cajón”. Abrió el cajoncito, se calzó los anteojos y sonrió, no recordaba lo bien que se veía todo con lentes. Hizo pis y se dio cuenta de que no llevaba nada en los pies. Por suerte, en las puertitas del mueble, otro papelito indicaba “pantuflas”. Se lavó las manos. Notó que las uñas tenían la pintura roja saltada, quedaba sumamente desprolijo.  Empezó a buscar a su alrededor. Teresa, la señora que la ayudaba con las cosas de la casa, se esmeraba en colocar indicaciones de cualquier pavada, tantas que mareaban a cualquiera. Al final ubicó otro cajoncito que decía “tijera”. Lo abrió y encontró, además, algodón y quita esmalte. Verónica rebozaba de alegría. No recordaba cuántos años hacía que el circo había dejado el pueblo por última vez, llevándose en la caravana a su hijo, que se había marchado sin titubear. 

Entonces el circo había llegado al pueblo un martes. Lo recordaba bien porque volvía de la escuelita donde daba clases de apoyo de matemática. Hacía unas cuadras ya que la caravana acompañaba su paso de regreso por la costanera. El carromato pesado, que tiraba de la jaula del tigre, avanzaba despacio. Sobre el techo, una chica con tutú rosa hacía acrobacias imposibles. Detrás lo seguían dos elefantes cansados que caminaban sin ganas espantando moscas con la cola. Un domador que pasaba dando latigazos a la tierra la saludó desde lejos con un movimiento de cabeza. Un pibito avanzaba en monociclo mirando fijo las clavas que tiraba al aire y atajaba una y otra vez. Una mujer gorda con pelo verde conversaba con el loro que llevaba al hombro. Dos payasos se caían y se levantaban. Tres monos tiraban besos y flores al público que se empezaba a juntar alrededor. El animador, subido a un caballo, anunciaba la función de esa noche con un megáfono. Era tal la cantidad de gente, que cada vez se hacía más difícil avanzar. Los niños iban detrás de los elefantes, y las madres detrás de los niños. Los vecinos, de un lado y del otro, salían de las casas y negocios, y así, casi sin querer, la caravana se hizo enorme. Entre el tumulto que agitaba los brazos y aplaudía en señal de bienvenida, descubrió a Nahuel que, fascinado, miraba fijo a la chica del tutú. Verónica comenzó a acelerar el paso, haciéndose lugar entre la muchedumbre hasta quedar justo detrás de su hijo.

Volvió a mirar sus manos, quedó satisfecha. Se acomodó el pelo y se concentró en las arrugas alrededor de los ojos y la boca. Se maquilló un poco, más para tapar las imperfecciones que por otra cosa. Se sintió rara, inusualmente vital, con una energía que no recordaba desde los años en que los tres, Mario, Nahuel y ella, pasaban las tardes entre mates y bizcochitos mientras Mario le enseñaba el oficio al Polaco, el aprendiz medio lento pero con ganas, que sentía un cariño casi de hijo por su marido. 

Mario era el único mecánico del pueblo. Le gustaba tirarse al piso, ensuciarse y perderse en motores y bujías. Fumaba mucho, y comía mal. A pesar de los esfuerzos que hacía Verónica por llevarle el almuerzo de comida sana todos los mediodías, y esperarlo con la cena por las noches, a Mario le gustaba la picadita con vermut, preparar asado en el fondo del taller, y no privarse del tinto que guardaba con recelo en una pequeña bodega de la que se sentía orgulloso. Las viandas de Verónica terminaban, irremediablemente, alimentando el buche de Tornillo que las devoraba gustoso moviendo la cola. 

Todas las tardes, a la salida de la escuela, Nahuel iba al taller para aprender el oficio, con más ganas de pasar tiempo junto a su padre que de instruirse sobre herramientas que apenas podía diferenciar. Por eso, cuando el Polaco apareció pidiendo trabajo, Mario no dudó en tomarlo. Para cuando llegaba Verónica con el mate y los bizcochitos, Nahuel ya estaba hecho una mugre de grasa y aceite, pero mientras se sacara el guardapolvo y no estropeara la mochila con los libros y las carpetas, no decía nada. Cuando empezaba a oscurecer, madre e hijo volvían a casa, Verónica siempre recomendando lavarse bien cuello y espalda, (por alguna razón siempre le hacía estas sugerencias). Preparaba la cena mientras esperaba la llegada de Mario una vez que cerrara el taller.  

Verónica recordaba esos años como los más felices de su vida. Nahuel fue un hijo muy deseado, sin embargo, el embarazo había sido bastante complicado, manteniéndola en cama hasta el parto. Mario no había querido saber nada con tener otro hijo. Así estaban bien. Verónica, que había abandonado su puesto a cargo de cuarto grado, no había vuelto a ejercer, dedicándose a la familia y a la casa, extrañando a veces dar clases. Sabía que no había otra forma de cuidar a su marido y sus desbarajustes, más que ocupándose ella misma de la tarea. 

Cuando el Polaco llegó corriendo a la casa, agitado y con una expresión de horror que le costaría años olvidar, supo que no la esperaba una buena noticia. “Le dio un bobazo” fue lo que salió de labios del Polaco, pero Verónica ya había dejado de escuchar. Desde la muerte de Mario las cosas no habían sido fáciles, y definitivamente, la relación madre hijo se había vuelto tensa por demás. 

Se miró al espejo por última vez. Estaba lista. Del perchero del living tomó un sombrero y se miró en el reflejo de la ventana. No convencida, optó por otro con lazo verde. Era un poco más elegante que el primero, pero la ocasión lo ameritaba. Quería que su hijo la viera impecable. No sería raro, además, que llegara con una novia. ¡Quizás la chica del tutú ahora era la mujer de su hijo! Esto la puso un poco nerviosa, pero no quería que nada empañara el momento. Inspiró y exhaló varias veces para tranquilizarse. Nahuel se merecía una mamá tranquila y estable. ¿Y si tenía un nieto? Podía ser perfectamente. Ella sería una abuela joven y divertida. Esta idea la animó. Le hablaría de su abuelo, de cómo la había hecho renegar y le contaría cosas de Nahuel de cuando era chiquito. A los chicos les encanta que les cuenten historias de la infancia de sus padres. Tomó el bolso. Antes de salir, sonrió. Tenía como premisa abandonar su casa siempre con una sonrisa, como invitando a las cosas buenas a que sucedieran.

De camino a la costanera, por donde en cualquier momento podía pasar la caravana, estaba el taller, hoy un coqueto salón de Te. Ojalá Nahuel no viera nunca en qué se había convertido el taller del padre. Como nota mental se apuntó no volver a pasar por ese camino cuando estuviera con su hijo.

La limpieza del taller había sido lo más doloroso. El Polaco se había ido a probar suerte a otro pueblo, así que no les quedó otra más que mal vender las herramientas y equipos de Mario celosamente cuidados por tantos años. En la limpieza, aparecieron los embutidos y dulces escondidos con esmero. Entre cubiertas y auxilios aparecían salamines y jamones serranos, latas de paté y de dulce de batata apiladas en un costado del foso, envoltorios de snacks entre las hojas de presupuesto. Toda una vida de desarreglos ocultos había terminado de un día para el otro, y de la peor manera. 

La venta del taller no dio lo esperado, había deudas, y también estaba la hipoteca, así que sólo alcanzó para poner las cuentas en cero y tirar un par de meses. Verónica debió volver a las clases, pero no fue fácil arrancar de nuevo después de tantos años. Primero tuvo que conformarse con las suplencias, que podían ser de un día como de un cuatrimestre, de primer grado como de quinto o séptimo. Nahuel rezaba que nunca le tocara su madre como suplente y, secretamente, Verónica esperaba lo mismo. 

Desde entonces, todo había sido un esfuerzo supremo. Presentarse por las mañanas con la ilusión de encontrar un reemplazo y el cansancio físico de las clases. La casa que se venía abajo, las cuentas que se acumulaban y, sobre todo, Nahuel, que no paraba de crecer justo cuando ella necesitaba una pausa. Con el tiempo pudo acomodarse y recuperar su cuarto grado. Con mucho empeño, cuando empezó la secundaria, pudo mandar a su hijo a clases privadas de inglés. Por eso, aquella vez que lo encontró en la costanera, impávido frente a la caravana que pasaba colorida y bulliciosa, le hubiese dado tantos bifes como le aguantaran los brazos. En otro momento, lo hubiera llevado frente a Mario y le hubiese soltado “Acá lo tenés a tu hijo, ahora se le da por faltar a la clase de inglés, para ir a callejear por ahí. Ocupate, haceme el favor”. Y Mario, con el cigarrillo pegado al labio, limpiándose las manos con un trapo ya demasiado sucio, lo habría agarrado por detrás de la cabeza llevándolo hacia su pecho, y haciéndole cosquillas le habría dicho “no hagas renegar a mamá, que quiere lo mejor para vos”. Pero en ese momento sólo pudo largarse a llorar, por la frustración, la bronca y la amargura. Nahuel no intentó excusas, tampoco explicaciones de ningún tipo. No le dijo que no le gustaba el colegio, que no quería estudiar inglés, que no había ido nunca a la clase. Tampoco le dijo que se enamoró aquella tarde de la acróbata de tutú rosa, ni que se quería unir al circo e irse con la caravana, que creía que tenía pasta de presentador, aunque podría comenzar bañando a los elefantes y dándoles de comer. En cambio, le pidió perdón, le prometió que nunca más lo volvería a hacer y la tomó fuerte, en un abrazo de despedida que contenía toda la pena que los dos venían acumulando. Esa madrugada, cuando Verónica escuchó que su hijo preparaba un bolso, no dijo nada. Cuando lo escuchó abrir la puerta, tampoco habló. Esperó que se cerrara la puerta y desde la ventana, vio cómo se alejaba con el bolso colgando y sin mirar atrás. Le deseó que llegara lejos, todo lo lejos que los pies y los sueños lo supieran llevar. Y por primera vez, en mucho tiempo, sintió un alivio inmenso.

Caminó un poco más y a medida que se acercaba a la costanera, sentía como las cosquillas le subían por la panza haciéndola estremecer. Se reía sola, sintiéndose una quinceañera que va a una cita por primera vez. El sol pegaba fuerte desde lo alto, el sombrero la cubría bien. Sin embargo, no dejaba de notar el cuchicheo que despertaba a su alrededor. Seguramente las madres estarían contándole a los más jóvenes que el hijo de esa señora era un acróbata reconocido capaz de volar desde el agujero humeante de un cañón. O un domador de lo más intrépido, con talento como para meter la cabeza dentro de las fauces de un león. O un presentador fascinante, que escupe fuego por la boca. Verónica sonreía y saludaba con un sutil movimiento de cabeza a la gente que se iba agolpando a un lado y al otro, seguramente esperando la llegada de la caravana. Orgullosa y agradecida por la repentina popularidad que la había sacado del pozo de la pena, se sentó en un banco de la costanera esperando el desfile de personajes y animales que alegraría al pueblo en cualquier momento. 

Eduardo, el doctor del pueblo, no tardó en llegar. Se acercó a Verónica y la cubrió con una manta, como había hecho tantas otras veces. La tomó con cuidado y sin apuro, la acompañó otra vez de regreso a casa. Se dejó llevar, convencida de que al día siguiente, el circo llegaría a Vivorata. Contenta, con la emoción renovada por volver a ver a su hijo que, años atrás, se había ido siguiendo la caravana.